#SANFIC: The Mastermind, Kelly Reichardt

Por Nathalia Olivares
Kelly Reichardt se ha consolidado como una de las directoras más influyentes del cine independiente estadounidense. Su estilo contemplativo y minimalista la ha posicionado como referente del slow cinema, siempre interesada en humanizar los géneros clásicos. Con The Mastermind, se aventura en el terreno del cine de atracos, pero lo hace fiel a su sello personal: sin persecuciones espectaculares ni escenas coreografiadas de acción, sino con un relato pausado que indaga en las emociones y en la huella del fracaso.
La película se sitúa en Massachusetts en la década de 1970 y sigue a JB Mooney, un carpintero desempleado que decide organizar junto a dos cómplices el robo de varias obras del pintor Arthur Dove. Más que narrar el golpe en sí, la cinta se interesa por los efectos emocionales y existenciales de esa decisión, desmontando el mito del ladrón como figura heroica y acercando al espectador al lado más vulnerable de sus protagonistas.
Análisis fílmico
Reichardt rompe con los códigos tradicionales del heist movie. Aquí no hay adrenalina ni atracos perfectos, sino un relato que se construye en base al silencio, los diálogos íntimos y la tensión emocional posterior al crimen. El guion apuesta por la ambigüedad y por la reflexión, acercándose más al cine de Jean-Pierre Melville que a referentes norteamericanos como Soderbergh o Bigelow.
El desarrollo narrativo avanza con un ritmo pausado, lo que permite explorar las contradicciones de Mooney como personaje central. Josh O'Connor ofrece una interpretación contenida, cargada de matices, que transmite el derrumbe de un hombre común que busca escapar de su precariedad, aunque ello lo lleve a un destino sin salida. La química con Alana Haim, que encarna a su esposa, añade un contrapunto emocional que enriquece el relato y le otorga humanidad.
Análisis visual
En lo visual, la película se apoya en un diseño de producción sumamente detallista que recrea la atmósfera de los años 70. Carteles de Nixon, referencias a la guerra de Vietnam y noticias radiales construyen un telón de fondo político que da mayor densidad al relato. Este contexto nunca se impone de forma explícita, sino que se filtra de manera natural en la vida cotidiana de los personajes.
La fotografía, fiel al estilo minimalista de Reichardt, apuesta por planos fijos, encuadres sobrios y un uso expresivo de la luz natural. Cada imagen transmite un aire melancólico y reflexivo, potenciando la sensación de que el verdadero peso del atraco está en sus consecuencias más íntimas. A esto se suma la música de Rob Mazurek, inspirada en el jazz, que combina trompetas y percusión para reforzar la atmósfera de desencanto de la época.
Aunque The Mastermind quizá no alcance el estatus de obra maestra dentro de la filmografía de Reichardt, sí confirma su capacidad para apropiarse de un género y transformarlo desde adentro. El resultado es un filme íntimo, preciso y profundamente humano, que se desmarca de las fórmulas convencionales del cine de atracos. Una propuesta ideal para quienes buscan en el cine más preguntas que respuestas.